Ilusiones y cristales rotos

El sufrimiento no es una realidad absoluta, pero sí universal. Hay momentos en los que, aunque no queramos, nos invade a todos: se mete bajo nuestra piel, recorre nuestras venas y nos satura con desánimo y apatía. 
Queremos desconectar, queremos dejar de sentir; apartar nuestras emociones y contemplarlo todo desde lo alto de una torre de hielo y cristal, sin participar directamente en lo que acontece en torno a nosotros. Creamos entonces esas ilusiones: armas de un poder inmenso, aunque con doble filo. Son nuestras formas de escudarnos, de protegernos del dolor: visualizarnos como entes diferentes que ni sienten ni padecen, que viven aislados en su mundo sin formar parte del de los demás. 
Y podemos ser libres de este modo. Libres para no establecer lazos ni tolerar decepciones. Libres para vivir en ensoñaciones y fantasías que permitan no esperar del resto de personas más de lo que éstas pueden dar, o menos de lo que deberían. Libres para respirar sin depender de nadie, para ser autosuficientes. Después de todo —pensamos—, solamente nos necesitamos a nosotros mismos y a nuestros propios pensamientos para ser medianamente felices.
Pero como en el fondo sabemos—, ésta es solo una felicidad a medias: es transitoria, temporal. Al final, esas relucientes burbujas doradas explotan, las ilusiones se disipan y nos despertamos solos, únicamente rodeados por cenizas de los castillos que nos afanamos en construir en el aire y un montón de cristales rotos acumulados a nuestro alrededor.

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