Rigor vitalis

Quieres decirle algo a esa persona especial, pero el miedo atenaza tu garganta y eres incapaz de articular sonido. Una oleada de frío polar desciende hacia tu estómago y esas incansables mariposas, que normalmente danzan en su interior cuando te habla, quedan congeladas. Mientras, percibes impotente cómo su mirada se torna confusa, te sonríe impaciente, esperando que te muestres tan abierto, sincero y cómodo como cuando os comunicáis por escrito. Deseas hacerlo, de veras que sí. Necesitas decirle lo que has empezado a sentir, lo reconfortante que resulta saber que te escucha, que le importa lo que te pasa, que disfruta con las cosas que le cuentas y que valora mucho tu confianza. Ansías ser capaz de sostener su mirada cristalina y bondadosa; preguntarle por su día y por las cosas que le pasan, para que te revele sus ideas y pensamientos y, de ese modo, ser capaz de conocerle un poco mejor. Anhelas hablarle pero estás atemorizado, asustado de no ser lo que espera; de que no te vea cómo tú le ves; de no ser lo suficientemente bueno para aspirar a un lugar en su corazón. 
Todo un revoltijo de emociones y miedos que hacen que tu yo interior se refugie en los recovecos más oscuros de tu mente, mientras tu cuerpo permanece en un estado de "rigor mortis" en vida, con mirada pétrea y rostro inexpresivo, vacío de toda emoción. Finalmente, la sonrisa abandona poco a poco su cara, dejándole con una expresión que podría ser perfectamente la tuya. Por dentro sufres y mueres, porque sabes que todo es culpa tuya, que todo podría ser distinto si lograras deshacerte de ese miedo y ese terror a abrirte a los demás que consume tu alma. El silencio pesa como una losa: la armadura que te envuelve se mantiene inerme, fija, inamovible. Sus ojos te recorren unos segundos más y ya se cansa de esperar. Se despide con un leve asentimiento de cabeza y se va alejando de ti, sin que tú puedas decir nada para detenerle. Sabes que le vas a perder, pero tu pánico impide que seas capaz de hablar.

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